29 de diciembre de 2014

SOMOS LO QUE RECORDAMOS

Llegamos al mundo sin nada. Y nos vamos sin nada. Pero en el camino que queda entre un extremo y otro existen un millón de matices llamados recuerdos.
Llegamos al mundo sin nada y, apenas salimos de ese rincón tan calentito y confortable, nos encontramos con un par de cachetes que nos dan la bienvenida. Serán los primeros de muchos.
Todo está borroso, difuso. Pero entre todo ese caos, un sonido suave, dulce, cercano. Y una mano que siempre está juntos a nosotros: ella.
Nos salen los primeros dientes, tomamos la primera comida sólida, balbuceamos nuestras primeras palabras y damos nuestros primeros pasos. Todo empieza. Todo es nuevo.
Empezamos parvulario, primaria, secundaria y, sin saber cómo, estamos sentados junto a otras cien personas en una aula universitaria intentando averiguar qué queremos ser, dónde queremos ir. Y parece mentira que todo haya pasado tan deprisa. Parece mentira que nos hayamos soltado de la mano. Parece mentira que caminemos solos.
Y seguimos creciendo, conocemos a alguien, hacemos una promesa y de repente somos madres. Y abuelas. Y de repente tenemos más recuerdos que proyectos.  Y eso con suerte. Con la mejor de las suertes te puedes sentar en la mesa con tus hijos, tus nietos y toda esa legión que has formado y que es tu familia y contarles toda una vida. Y ellos ahí, quietos, atentos, sabiendo que algún día ellos harán lo mismo. Con suerte. Con mucha suerte.
Las personas mayores son las que más saben lo que significa ganar. Pero también perder. Llevan tantos años en el mundo que empiezan a igualar la cantidad de celebraciones y de despedidas. Saben lo que es perder a un padre, a una madre, a sus amigos. Saben lo que es despedirse porque lo han hecho ya demasiadas veces. Pero eso también es con suerte.
Porque a veces sucede que llegas a viejo y te despojan de todo tu patrimonio, que no es otra cosa que tus recuerdos. Lo que fuiste… lo que eres. Y de repente no te puedes sentar con tus nietos en la mesa a contar mil batallitas, simple y llanamente, porque no las recuerdas. Ni los lugares, ni los nombres, ni las voces, ni las caras. Y de todas las cosas que se pueden llegar a perder, esa es la peor. Porque somos lo que recordamos. Somos lo que contamos.
Sin saber cómo, vuelves a sentirte pequeño, desorientado, asustado, perdido… Y vuelves a buscar esa mano y esa voz dulce e inconfundible que ya no va a volver a susurrarte que todo irá bien. Que mamá está aquí.
Llegamos solos… y nos vamos solos. Y la verdadera fortuna es encontrar a alguien que nos haga sentir menos solos. Menos perdidos. Alguien que nos ame tanto que sea capaz de repetirnos la misma cosa millones de veces hasta que la comprendamos. Incluso si no la llegamos a comprender jamás. Alguien que nos sujete la mano hasta el último de nuestros días y nos susurre que todo irá bien. Aunque no sea cierto. 
Sobre todo cuando no sea cierto.