La vida se mide en momentos.
Pero, como todo en la vida, hay distintos tipos. Vivimos viviendo, sobre la marcha, sin grandes planes, aquí y ahora. El famoso carpe diem. Pero a veces, sólo algunas veces, un momento hace que se detenga el tiempo. Y te planteas cosas que hasta entonces ni habías valorado. Y planeas, piensas, imaginas. Y te sientes rara. Como si existieras a medias. Como si vivieras con una pierna, un brazo y un ojo. Como si te faltara algo imprescindible. Algo que nunca antes habías valorado porque tú desde que eres tú siempre lo has tenido. Y te entra vértigo y claustrofobia y toda esa clase de sensaciones que te entran cuando algo no funciona. Cuando algo agobia y angustia. Cuando sucede algo que no quieres para ti ni para nadie. Porque no es justo, porque no te lo mereces.
Y entonces miras la vida de otro modo. Como pasada por el photoshop, con algo menos de saturación y menos luminosidad. Apagada. Falta de color.
Y es entonces cuando caes en la cuenta que la vida es vida cuando se comparte. Cuando das sin necesidad de recibir. Cuando hay alguien ahí, siempre, aunque sea en la sombra. Y cuando ese alguien es imprescindible. Porque su silencio, su sonrisa, sus gestos y sus cosas insoportables son un pilar insustituible en tu vida. Porque los momentos, más tarde, son recuerdos. Y los recuerdos quedan gravados a fuego lento.
Y es justo en ese instante cuando te das cuenta que la vida, tu vida, se mide en instantes. En momentos. En situaciones y personas. Y que cuando vienen maldadas son sólo esas situaciones y los recuerdos borrosos que te quedan de ellas las que pueden salvarte la vida.
Porque hay momentos que son fugaces... y momentos que son eternos.