O sobre cómo la vocación
puede ser inversamente proporcional a la desilusión, la desidia y el hastío.
Siempre, de toda la vida,
he mirado a la gente con vocación con ojos de admiración. Con esa clase de
mirada que sólo se regala a quien se la merece. Se percibe enseguida pero de
una manera muy sutil. Es tan gratificante ver a alguien con ese don… Porque es
un don. No todo el mundo puede decir que tiene vocación. Que hace eso y no otra
cosa porque es lo que siempre quiso hacer. Porque le llena. Porque se despierta
cada día con una sonrisa. Y porque no le importa que su futuro sea de alquiler
y que toda sus pertenencias quepan en un par de cajas. No le importa porque
sonríe cada día, y no sólo a final de mes, como hacen la mayoría.
No entienden de horarios
de oficina, ni de pagas extra, ni de grandes ovaciones por el trabajo
realizado. Se bastan y contentan con el puro placer de poder hacer lo que más
desean.
Es una especie protegida,
porque ya casi no quedan. Están en peligro de extinción. Y no quedan porque no
se les cuida. No se les protege como deberían. Es más, la gente los mira de
reojo y con desconfianza, porque ‘con la que está cayendo’ uno no puede
permitirse tener vocación. Sólo llegar a final de mes con algo que te satisfaga
de momento, que te cubra las espaldas y tape este o aquel agujero de turno.
Lo que la gente no
entiende es que las personas con vocación no lo son (somos) por elección. Y por
supuesto que podemos trabajar de cualquier cosa. Todos lo hemos hecho y todos,
ahora más que nunca, lo acabaremos haciendo.
Es algo parecido al amor.
Y no digo al enamoramiento, que es pasajero y momentáneo. Hablo del AMOR. En
mayúsculas. Esa sensación de no poder vivir sin la otra persona. De estar en
otro lugar, rodeada de muchas personas… y sentirte sola. Sentir que te sobra
gente y te falta aire. Puedes fingir que todo va bien, que no echas de menos
con todas tus fuerzas a esa persona… Que no te acuerdas de ella con cada café
por la mañana y cada vez que apagas la luz de la mesita de noche. Y puedes seguir llevando a cabo, más o menos, tu rutina más monótona. Ocultando la
añoranza bajo algo de corrector en las ojeras y alguna copa de más.
Seguramente es un deporte
de riesgo ser una soñadora con los tiempos que corren, con la que está cayendo
y con la que se avecina. Pero para mí, como ya he dicho, la vocación es otro
tipo de amor. Y como todos los amores del mundo, habidos y por haber, no
entiende de condiciones, de peros, ni de por qués. Es, simplemente,
incondicional.
Que nos recorten todo… Menos la sonrisa. Y las ganas de sonreir.