29 de noviembre de 2012

CAJAS VACÍAS

Me acuerdo que cuando era pequeña soñaba con tener un espacio en el mundo. Un espacio mío, hecho por mí, que hablase de mí. Me imaginaba una pequeña oficina en una gran redacción con muchos bolígrafos de colores metidos en un bote de una forma bastante caótica (seguramente alguno destapado y seco). A la derecha de mi escritorio veía una foto como las de las películas, ese tipo de fotografías en las que todo el mundo sonríe, en las que todo el mundo es feliz (o al menos lo parece). Y seguramente también imaginaba un cuadro colgado en la pared, hecho por mi padre, a mi gusto, pintado especialmente para decorar esa pared. Como un trofeo.
Aunque parezca extraño me fascina cuando en las películas el jefe de turno grita: “¡Está usted despedida! Recoja sus cosas”. Lo cierto es que, de pequeña, nunca me visualicé en una de esas escenas. Pero si lo hubiese hecho, seguro que me hubiese imaginado abatida, desolada, recogiendo todas mis cosas de ese despacho
 o redacción y metiéndolas en una caja enorme. La foto, el cuadro, el bote de bolígrafos… Y un montón de cosas más que hacían que ese espacio fuese mío y de nadie más.
El caso es que pasa el tiempo, una se hace mayor y se da cuenta de lo distintas que son las cosas. Y si a crecer se le suma el hecho de vivir a la sombra de un monstruo llamado ‘crisis’, ni te cuento. Es entonces cuando piensas lo que desearías tener un trabajo del que pudiesen despedirte diciéndote aquello de ‘recoja sus cosas’. Pero lo más triste de todo es tener ese trabajo y no tener nada que recoger. Eso es lo que más pena me da… No tener nada para meter en una caja. Porque nuestro nombre ya no aparece en ninguna taquilla, ni tenemos tazas personalizadas ni nada que nos pertenezca. Porque realmente ese espacio nunca fue nuestro.
Y nos quedamos con poco más que nuestra ilusión. Y la ilusión no cabe en una caja de zapatos. Ni en ninguna otra.