Yo. Yo en medio de un inmenso desierto de arena. Estoy en el desierto pero tengo frío. Tengo frío pero el aire no corre. No hay nadie. Intento caminar pero me siento cansada. El cuerpo me pesa. Las manos me sudan. Tengo sed. A mi lado un reloj de arena. Me siento para descansar pero la arena me araña, me duele. De repente, nubes a los lejos. Nubes oscuras y espesas que se acercan a gran velocidad. Busco algo. Busco a alguien. De repente ojos que me miran y manos. Pero esas manos no me tocan. Ni siquiera me rozan. Sólo apuntan hacia mí con el dedo. De pronto desaparecen. Ahora veo huellas en la arena y corro siguiéndolas. Las huellas desaparecen a medida que avanzo. En medio de la nada, una puerta. Es azul. Primero me quedo mirándola pero decido abrirla. La abro y al otro lado no hay nada. La cruzo y encuentro algo: a mí.
Ya no estoy en un desierto. Estoy en la calle. Hay gente por todas partes. Coches, ruido, gritos. Colores y olores por todas partes. Palabras cruzadas. Silencios ahogados. Risas, llantos. Paseos. Semáforos. Ojos y manos. Pero esos ojos no me miran y las manos no me tocan. Ni siquiera para acariciarme. Las palabras tampoco me hablan y los silencios no me calman. Y sigo teniendo sed Pero ahora tengo agua y no me sacia.
Un agujero, negro y profundo. Crece, crece y crece. Cambia de forma cuando se le antoja y también desaparece de vez en cuando. Si desaparece, tropiezo y caigo dentro. Si está, crece y duele.
Un pincel mojado con pintura azul. Una pared blanca. Trazo cuatro líneas y un pomo. Dibujo una puerta. Ésa puerta. Aquella puerta que crucé. La abro y entro. Vuelvo al desierto, de nuevo. Vuelvo para recordar. Para desenterrar aquella pregunta. Para desenterrar la respuesta de una pregunta que no conozco.
Y cuando la encuentre... prometo volver.