Llegamos al mundo sin nada. Y nos vamos sin nada. Pero en el
camino que queda entre un extremo y otro existen un millón de matices llamados
recuerdos.
Llegamos al mundo sin nada y, apenas salimos de ese rincón
tan calentito y confortable, nos encontramos con un par de cachetes que nos dan
la bienvenida. Serán los primeros de muchos.
Todo está borroso, difuso. Pero entre todo ese caos, un sonido suave, dulce, cercano. Y
una mano que siempre está juntos a nosotros: ella.
Nos salen los primeros dientes, tomamos la primera comida
sólida, balbuceamos nuestras primeras palabras y damos nuestros primeros pasos.
Todo empieza. Todo es nuevo.
Empezamos parvulario, primaria, secundaria y, sin saber cómo, estamos sentados junto a otras cien personas en una aula universitaria
intentando averiguar qué queremos ser, dónde queremos ir. Y parece mentira que
todo haya pasado tan deprisa. Parece mentira que nos hayamos soltado de la
mano. Parece mentira que caminemos solos.
Y seguimos creciendo, conocemos a alguien, hacemos una
promesa y de repente somos madres. Y abuelas. Y de repente tenemos más
recuerdos que proyectos. Y eso con
suerte. Con la mejor de las suertes te puedes sentar en la mesa con tus hijos,
tus nietos y toda esa legión que has formado y que es tu familia y contarles
toda una vida. Y ellos ahí, quietos, atentos, sabiendo que algún día ellos
harán lo mismo. Con suerte. Con mucha suerte.
Las personas mayores son las que más saben lo que significa
ganar. Pero también perder. Llevan tantos años en el mundo que empiezan a
igualar la cantidad de celebraciones y de despedidas. Saben lo que es perder a
un padre, a una madre, a sus amigos. Saben lo que es despedirse porque lo han
hecho ya demasiadas veces. Pero eso también es con suerte.
Porque a veces sucede que llegas a viejo y te despojan de
todo tu patrimonio, que no es otra cosa que tus recuerdos. Lo que fuiste… lo
que eres. Y de repente no te puedes sentar con tus nietos en la mesa a contar
mil batallitas, simple y llanamente, porque no las recuerdas. Ni los
lugares, ni los nombres, ni las voces, ni las caras. Y de todas las cosas que
se pueden llegar a perder, esa es la peor. Porque somos lo que recordamos.
Somos lo que contamos.
Sin saber cómo, vuelves a sentirte pequeño, desorientado, asustado,
perdido… Y vuelves a buscar esa mano y esa voz dulce e inconfundible que ya no
va a volver a susurrarte que todo irá bien. Que mamá está aquí.
Llegamos solos… y nos vamos solos. Y la verdadera fortuna es
encontrar a alguien que nos haga sentir menos solos. Menos perdidos. Alguien
que nos ame tanto que sea capaz de repetirnos la misma cosa millones de veces
hasta que la comprendamos. Incluso si no la llegamos a comprender jamás.
Alguien que nos sujete la mano hasta el último de nuestros días y nos susurre
que todo irá bien. Aunque no sea cierto. Sobre todo cuando no sea cierto.
1 comentario:
Molt bonic Aná magallon
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